Principios del Aprender
Segunda Parte, Capítulo 8
La meditación nunca es el control del cuerpo. No existe una división real entre el organismo y la mente. El cerebro, el sistema nervioso y lo que llamamos mente son una sola cosa indivisible. Es el acto natural de la meditación el que produce el movimiento armónico de la totalidad. Dividir el cuerpo de la mente y controlar el cuerpo mediante una decisión intelectual es engendrar contradicción, de la que surgen diversas formas de lucha, conflicto y resistencia.
Toda decisión de controlar sólo engendra resistencia, aun la determinación de estar alerta. Meditar es comprender las divisiones que origina la decisión. La libertad no es un acto de decisión sino el acto de la percepción. El ver es el actuar. No existe una determinación de ver para luego actuar. Después de todo, la voluntad es el deseo con todas sus contradicciones. Cuando un deseo asume la autoridad sobre otro, ese deseo se torna en voluntad. En esto hay inevitable división. Y la meditación consiste en comprender el deseo, no en que un deseo se sobreponga a otro deseo. El deseo es el movimiento de la sensación, que se convierte en placer y temor. Esto es sustentado por el constante morar del pensamiento en uno o en otro. La meditación es, en realidad, un completo vaciado de la mente. Entonces sólo existe el funcionamiento del cuerpo; existe únicamente la actividad del organismo y nada más; entonces el pensamiento funciona sin identificarse con el «yo» y el «no yo». El pensamiento es mecánico, tal como lo es el organismo. El conflicto se origina cuando el pensamiento se identifica con una de sus partes, la que así se convierte en el «mi», el «yo» y las diversas divisiones dentro de ese «yo». El «yo» no es necesario en ningún momento. No hay otra cosa que el cuerpo, y la libertad de la mente sólo puede tener lugar cuando el pensamiento no está engendrando al «yo». No hay ningún «yo» que comprender; sólo el pensamiento que crea el «yo». Cuando sólo existe el organismo sin el «yo», la percepción ‑tanto la visual como la no visual- jamás puede ser distorsionada. Hay únicamente el ver «lo que es», y esa misma percepción va más allá de lo que es. El vaciado de la mente no es una actividad del pensamiento o un proceso intelectual. El constante ver lo que es sin ninguna clase de distorsión, vacía con naturalidad a la mente de todo pensamiento; no obstante, esa misma mente puede utilizar el pensamiento cuando es necesario. El pensamiento es mecánico y la meditación no lo es.
Era muy temprano, y a la primera luz de la mañana dos búhos estaban posados en el tamarindo. Eran muy pequeños y siempre parecían ir en parejas. Habían estado gritando toda la noche a intervalos, y uno vino hasta la repisa de la ventana y llamó al otro con una alegre nota. Los dos estaban sobre la rama y tenían su hueco en el árbol. A menudo permanecían ahí en la mañana, muy grises y silenciosos, antes de retirarse para todo el día. Ahora uno de ellos se retiraría suavemente para desaparecer dentro del hueco y el otro lo seguiría, pero no hacían ruido. Conversaban y parloteaban únicamente durante la noche. El tamarindo no sólo ofrecía refugio a los búhos sino también a muchos papagayos. Era un árbol enorme en el jardín que dominaba el río. Había buitres, cuervos y los papamoscas verde oro. Estos solían venir frecuentemente hasta la repisa de la ventana en la galería, pero uno tenía que estarse muy quieto sin siquiera mover los ojos. Tenían un curioso vuelo curvo y se ocupaban de sí mismos, a diferencia de los cuervos que importunaban a los buitres. También se veían monos esa mañana. Habían estado manteniéndose a distancia, pero ahora todos se habían acercado hasta la casa. Permanecieron unos pocos días, y cuando se fueron apareció un macho solitario sobre el más alto de los tamarindos. Solía treparse a la rama más alta y ahí se sentaba mirando el río, a los aldeanos que pasaban y al ganado que pacía. Cuando el sol comenzaba a calentar, se le veía descender lentamente hasta que desaparecía, y a la mañana siguiente otra vez estaba ahí apenas el sol sobrepasaba los árboles, trazando un sendero de oro sobre el río. Estuvo ahí por dos semanas completas, solitario, apartado, observando. No tenía compañero, y una mañana desapareció.
Los estudiantes habían regresado. Uno de los muchachos preguntó: «¿No debe uno obedecer a sus padres? Después de todo ellos me han criado, me están educando. Sin dinero yo no podría venir a esta escuela, de modo que ellos son responsables por mí y yo soy responsable hacia ellos. Es este sentimiento de responsabilidad el que me hace sentir que debo obedecerles. Después de todo, puede que sepan mucho mejor que yo lo que es bueno para mí. Ellos desean que yo sea un ingeniero».
¿Usted quiere ser un ingeniero? ¿O meramente estudia ingeniería porque sus padres lo desean?
«Yo no sé qué quiero hacer. La mayoría de nosotros en esta sala no sabemos qué queremos hacer. Tenemos becas del gobierno; Podemos escoger cualquier materia que nos guste, pero nuestros padres y la sociedad dicen que la ingeniería es una buena profesión. Se necesitan ingenieros. Pero cuando usted nos pregunta qué queremos hacer, nos sentimos más bien inseguros y esto nos confunde y perturba».
Usted dijo que sus padres son responsables por usted y que usted debe obedecerles. Usted sabe qué pasa en Occidente, donde ya no existe más la autoridad paterna. Ahí la gente joven no quiere autoridad alguna, aunque tengan la propia de una clase muy peculiar. ¿La responsabilidad requiere obediencia, autoridad, aceptación de los deseos paternos o de las exigencias de la sociedad? ¿La responsabilidad no significa acaso la capacidad para una conducta racional? Sus padres piensan que usted no es capaz de esto y, por lo tanto, se sienten obligados a vigilar su conducta: lo que hace, lo que estudia y lo que podría llegar a ser. La idea que ellos tienen de la conducta moral está basada en su condicionamiento, en la educación que han recibido, en sus creencias, temores y placeres. La generación pasada ha edificado una estructura social y ellos quieren que usted se conforme a esa estructura. Piensan que ésta es moral y sienten que saben mucho más que usted. Y usted, a su vez, si se conforma hará que sus hijos también se conformen. Así, poco a poco, la autoridad del conformismo se convierte en excelencia moral. ¿Es eso lo que usted pide cuando se pregunta si debe obedecer a sus padres?
¿Alcanza a ver lo que significa esta obediencia? Cuando usted es muy joven oye lo que sus padres le dicen. La constante repetición de oír lo que ellos dicen, establece el acto de obediencia. Así, la obediencia se torna mecánica. Es como un soldado que oye una orden y una y otra y otra vez y obedece, se subordina. Y así es como vive la mayoría de nosotros. Eso es propaganda, tanto religiosa como mundana. Por lo tanto, usted ve que desde la infancia se ha formado un hábito con el oír lo que le dicen sus padres o con lo que usted ha leído. De ese modo, el oír se vuelve el instrumento de la obediencia. Y entonces usted se enfrenta al problema de si debe o no debe obedecer: obedecer lo que otros han dicho u obedecer a sus propios impulsos. Usted quiere oír lo que sus deseos dicen, y ese mismo oír a sus deseos le hará obedecerlos. De esto surgen la oposición y la resistencia. Por tanto, cuando pregunta si debe obedecer a sus padres, existe en usted el temor de que si no obedeciera, eso podría resultarle mal y no recibiría el dinero que recibe para educarse. En la obediencia hay siempre temor, y el temor oscurece la mente.
Así que en vez de formular esa pregunta averigüe si puede hablar a sus padres de un modo racional, y también averigüe qué significa oír. ¿Puede oír sin ningún temor lo que ellos dicen? ¿Y puede también escuchar sus propios impulsos y deseos sin temor de que lo lleven por mal camino? Si puede escuchar tranquilamente, sin temor, descubrirá por sí mismo si debe obedecer, no sólo a sus padres sino a toda forma de autoridad. Vea, nosotros hemos sido educados de la manera más absurda. Nunca se nos ha enseñado el acto de aprender. Vierten en nuestras cabezas una gran cantidad de información, y desarrollamos una muy pequeña parte del cerebro, aquella que nos ayudará a ganarnos la subsistencia. El resto del cerebro lo descuidamos. Es como cultivar un pequeño rincón de un campo inmenso, mientras el resto del campo permanece cubierto de cizaña, cardos y abrojos.
Ahora bien, ¿cómo escucha u oye usted lo que estamos diciendo? ¿Este oír hará que obedezca, o lo tornará inteligente, lo capacitará para darse cuenta no sólo del pequeño rincón sino de toda la vastedad del campo? Ni sus maestros ni sus padres se interesan en la magnitud del campo con todo su contenido. Pero si están intensamente, locamente interesados en el rincón. El rincón parece ofrecer seguridad, y ése es el interés que los anima. Usted podrá rebelarse contra eso ‑y la gente lo está haciendo- pero los que se rebelan están asimismo interesados solamente en su parte del rincón. Y así todo prosigue igual. ¿Puede usted, entonces, escuchar sin obediencia, sin seguimiento? Si puede hacerlo habrá sensibilidad e interés por la totalidad del campo, y ese interés da origen a la inteligencia. Es esta inteligencia la que actuará en lugar del hábito mecánico de la obediencia.
«Oh» ‑ dijo una chica - «pero nuestros padres nos aman. Ellos no quieren mal alguno para nosotros. Es por amor que desean que obedezcamos, y nos dicen qué estudios debemos seguir y cómo debemos determinar nuestras vidas».
Todo padre dice que ama a sus hijos. Sólo el anormal odia a sus hijos, o el hijo anormal odia realmente a sus padres. Todos los padres del mundo dicen que aman a sus hijos, ¿pero los aman? El amor implica cuidado, gran interés no sólo cuando los hijos son jóvenes, sino interés en ver que ellos tengan la clase adecuada de educación, de que no se les mate en las guerras, interés en ver que haya un cambio en la estructura social con su absurda moralidad. Si los padres experimentaran amor por sus hijos, procurarían que éstos no se amoldaran, que aprendieran en vez de imitar. Si realmente los amaran producirían grandes cambios de modo que ustedes pudieran vivir cuerdamente, felices y seguros. No sólo ustedes en este lugar, sino todos en todo el mundo. El amor no exige conformismo. El amor ofrece libertad. No para hacer lo que a uno le plazca ‑ lo cual es generalmente muy pequeño, trivial e insignificante - sino para comprender, para escuchar libremente, para escuchar sin el veneno de la conformidad. ¿Piensa usted que si los padres amaran realmente, habría guerras? Desde la infancia a uno le enseñan a tener aversión por su prójimo, le dicen que es diferente de algún otro. A usted lo crían en el prejuicio y, de ese modo, cuando crece se torna violento, agresivo, egocéntrico, y todo el ciclo se repite otra vez. Aprenda, pues, qué significa oír; aprenda a escuchar libremente sin aceptar ni negar, sin conformidad ni resistencia. Entonces sabrá qué hacer. Entonces descubrirá qué es la bondad y cómo florece. Y ella jamás florecerá en ningún rincón: florece solamente en el vasto campo de la vida, en la acción de la totalidad del campo.
Principios del Aprender
Segunda Parte, Capítulo 8
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