Principios del Aprender
Segunda Parte, Capítulo 4
Era un antiguo, enorme edificio bizantino convertido en mezquita. Era realmente inmenso. Adentro cantaban el Corán, y uno estaba sentado al lado de un mendigo, sobre una alfombra, bajo la cúpula descomunal. El canto lleno de magnificencia reverberaba en el gran espacio. Aquí no había distinción entre el mendigo y el hombre bien vestido de apariencia acomodada. No se veían mujeres en este lugar. Los hombres, con sus cabezas inclinadas, musitaban silenciosamente para sí. La luz penetraba a través de vidrios coloreados proyectando diseños decorativos sobre la alfombra. Afuera se reunían muchos mendigos, mucha gente deseando cosas; y abajo, el mar azul dividía a Oriente de Occidente.
Era un templo antiquísimo. Ellos no podían realmente decir cuánto tiempo tenía, pero les gustaba exagerar la antigüedad de sus templos. Uno llegaba hasta allí por caminos sucios y polvorientos bordeados de palmeras y zanjas abiertas. Se les veía caminar alrededor del templo dando siete veces la vuelta al mismo y prosternándose al pasar la puerta tras la que se divisaba la imagen. Eran devotos, completamente absortos en sus plegarias; y aquí sólo se admitía a los brahmines. Había murciélagos y se olía el incienso. La imagen se hallaba cubierta de joyas y seda brillante. Las mujeres permanecían ahí con los brazos levantados, y los niños jugaban en el patio riendo, gritando, corriendo alrededor de las columnas. Todas las columnas estaban talladas; había un gran sentido de espacio y de notable dignidad, y debido a que afuera hacia tanto calor bajo el sol deslumbrante, dentro hacía fresco. Algunos sanyasis sentados meditaban sin que los perturbaran los transeúntes. Existía esa peculiar atmósfera que hay cuando a través de siglos miles de personas han venido a orar, a adorar y ofrendar a los dioses. Había un tanque de agua y la gente se bañaba en él. Era un tanque sagrado porque se hallaba dentro de las paredes del templo. En el santuario reinaba mucha quietud, pero el resto del lugar era usado no sólo para el culto o para que los niños jugaran en él, sino que la generación más vieja lo empleaba como lugar de reunión, y allí se sentaban y hablaban y charlaban acerca de sus vidas. Jóvenes estudiantes cantaban en sánscrito. Más tarde, esa noche, alrededor de cien sacerdotes se reunieron fuera del santuario para cantar alabando la gloria del Señor. El canto hacia temblar las paredes y era un sonido maravilloso. En el exterior estaba el intenso cielo azul del Sur y, a la luz del anochecer, las palmeras eran bellas.
Estaba la enorme galería con una columnata curva de pilares, y la gran basílica con su cúpula inmensa. La gente se vertía en su interior, turistas venidos desde todo el mundo que miraban con gran maravilla la representación de la misa, pero había muy poca atmósfera aquí ‑demasiada gente preguntona, voces contenidas. Esto se había convertido en un lugar de exhibición. Existía una gran belleza en los rituales, en los mantos de los sacerdotes, pero todo era hecho por el hombre ‑la imagen, el latín y la estructura de la ceremonia. Todo eso estaba compuesto por la mano y por la mente, arreglado con astucia para convencerlo a uno de la grandeza y el poder de Dios.
Habíamos estado caminando a campo raso por el distrito inglés: se veían faisanes y el cielo era de un claro azul a la luz del atardecer. El tardío otoño llegaba silencioso. Las hojas se estaban tornando amarillas y rojas y se desprendían de los árboles inmensos. Todo se hallaba como recogido en sí mismo, callado, aprensivo a la espera del invierno. Qué diferente se veía la naturaleza en primavera. Entonces todo estallaba de vida ‑cada brizna de hierba, cada hoja nueva. Entonces se escuchaban el canto de los pájaros y el murmullo del follaje. Pero ahora, aunque no había un soplo de aire, aunque todo estaba quieto, se sentía la proximidad del invierno con sus tempestuosos días de lluvia, nieve y violentos ventarrones.
Caminando a lo largo de los campos y después de escalar un seto, se llegaba a un bosquecillo con muchos árboles, entre ellos varios pinos gigantescos. Al entrar uno se daba súbitamente cuenta del absoluto silencio. No se movía una hoja, era como si un hechizo se hubiera derramado sobre él. La hierba era más verde, más brillante bajo el sol oblicuo, y se percibía de pronto como un sentimiento profundo de lo sagrado. Uno caminaba por ese bosquecillo conteniendo casi el aliento, vacilando a cada paso. Había grandes plantas de hortensias y rododendros que florecerían en algunos meses, pero ninguna de esas cosas importaba o, mejor dicho, ellas otorgaban una bendición a este lugar. Uno se daba cuenta, cuando salía del bosquecillo, que la mente estaba completamente vacía, sin un solo pensamiento. Había sólo eso y nada más.
Cuando uno pierde la profunda e intima relación con la naturaleza, entonces se vuelven importantes los templos, las mezquitas y las iglesias.
El maestro dijo: «¿Cómo podemos impedir, no sólo en los estudiantes sino en nosotros mismos, esta competitiva y agresiva persecución de las propias urgencias? He enseñado por muchos años en diversas escuelas y colegios, no solamente aquí sino en el extranjero, y a lo largo de toda mi carrera de maestro encuentro esta agresiva competencia. Ahora hay una reacción a esto. Los jóvenes desean convivir en comunas, sintiendo la calidez y el bienestar del compañerismo que ellos llaman amor. Sienten que este modo de vivir es mucho más real, más pleno de significado. Pero ellos también se vuelven exclusivistas. Se reúnen por millares para los festivales de música y, en este vivir juntos, comparten no sólo la música sino el placer que todo eso representa. Se les ve tan promiscuos, y a mí eso me parece completamente infantil y más bien superficial. Ellos podrán negar la agresión competitiva, pero eso sigue estando en su sangre y se revela en muchas formas de las cuales puede que no sean conscientes. He visto esta misma actitud entre los estudiantes. Estos no aprenden por el amor al estudio sino por el éxito, por el deseo de alcanzar algo. Algunos se dan cuenta de todo esto, lo rechazan y se dejan llevar por la corriente. Todo va muy bien mientras son jóvenes, antes de los veinte, pero pronto están atrapados y sus modos de flotar a la ventura se convierten en la nueva rutina.
«Todo esto parece superficial y pasajero, pero en el fondo el hombre está contra el hombre. Eso se muestra en esta terrible competencia, tanto en el mundo comunista como en las llamadas democracias. Está ahí. Yo lo encuentro en mí mismo como una llama que arde, que me impulsa. Quiero ser mejor que algún otro, no sólo por el prestigio o el bienestar, sino por el sentimiento de superioridad, el sentimiento de ser alguien. Este sentimiento existe en los estudiantes aunque puedan tener un rostro dulce y apacible. Todos quieren ser alguien. Eso se ve en la clase, y cada maestro está comparando a A con B y urgiendo a B para que sea como A. Ello prosigue todo el tiempo en la escuela y en la familia».
Cuando usted compara a B con A, abierta o secretamente, está destruyendo a B. Entonces B no es importante en absoluto porque usted tiene en su mente la imagen de A, que es talentoso, brillante. Y a él le ha otorgado cierto valor. El núcleo esencial de toda esta competencia es la comparación: el comparar una pintura con otra, un libro con otro, una persona con otra ‑el héroe, el ejemplo, el principio, el ideal. Esta comparación implica medida entre lo que es y lo que debería ser. Usted pone notas al estudiante y así lo fuerza a competir consigo mismo; y la desdicha final de toda esta comparación son los exámenes. Todos los héroes que ustedes tienen, religiosos y mundanos, existen merced a este espíritu de comparación. Y lo mismo es con todos los padres, con toda la estructura social en el mundo de la religión, del arte, de la ciencia y de los negocios. Esta medida entre uno mismo y el otro, entre los que saben y el ignorante, ha existido y continúa existiendo en nuestra vida cotidiana. ¿Por qué compara usted? ¿Qué necesidad hay de medir? ¿Es ello un escape de sí mismo, de su propia superficialidad, vacuidad e insuficiencia? Esta inclinación a medir lo que uno ha sido y lo que uno quiere ser, divide la vida, y así empieza todo el conflicto.
«Pero es indudable, señor, que uno debe comparar. Usted compara cuando escoge esta casa o esa otra, esta ropa o aquella. La elección es necesaria».
No estamos hablando de semejante elección superficial. Eso es inevitable. Pero a nosotros nos interesa lo psicológico, el espíritu comparativo interno que produce la competencia con su agresión y su crueldad. Usted pregunta por qué, como maestro y ser humano, tiene este espíritu, por qué, por qué compara. Si no comprende esto en sí mismo, estará alentando ‑ consciente o inconscientemente- la competencia en el estudiante. Exaltará la imagen del héroe ‑ político, económico o moral. Los santos quieren romper récords tanto como el jugador de cricket. No hay realmente mucha diferencia entre ellos, porque ambos tienen esta evaluación comparativa de la vida. Si usted se preguntara seriamente por qué compara y si es posible vivir una vida sin comparación, si indagara con seriedad en esto, no de modo meramente intelectual sino de hecho, y penetrara profundamente en sí mismo desechando esta agresión competitiva, ¿no descubriría que existe un profundo temor de no ser nada? Poniéndose diferentes máscaras de acuerdo con la cultura y la sociedad en que vive, usted tapa ese temor de no ser, de no llegar a convertirse en algo, en algo mejor de lo que es ‑algo más grande, más noble. Cuando uno observa lo que realmente es, ello también es el resultado de su condicionamiento previo, de la medida. Cuando se comprende el significado de la medida y la comparación, entonces hay libertad con respecto a lo que es.
Después de un momento, el maestro dijo: «Si no existiera el estimulo de la comparación, el estudiante no estudiaría. El necesita ser alentado, aguijoneado, halagado, y también quiere saber cómo está haciendo las cosas. Cuando hace un examen tiene el derecho de saber cuántas de sus respuestas fueron correctas y lo cerca que está su conocimiento de aquello que le enseñaron».
Si puedo señalarlo, señores, él es como ustedes. Está condicionado por la sociedad y la cultura en que vive. Uno ha de aprender acerca de esta agresión competitiva que proviene de la comparación y la medida. Esto puede producir una gran acumulación de conocimientos; ustedes pueden lograr muchísimas cosas, pero ello niega el amor y niega también la comprensión de uno mismo. Comprenderse uno a sí mismo es de mucha mayor importancia que llegar a ser alguien. Las mismas palabras que usamos son comparativas ‑mejor, más grande, más noble.
«Pero, señor, debo preguntar: ¿cómo evalúan, tanto el estudiante como el maestro, su conocimiento real de una materia sin alguna clase de examen?»
¿No implica esto que en la enseñanza y en el aprendizaje de todos los dios, por medio de la discusión, del estudio, el maestro debe darse cuenta de cuánto conocimiento real ha absorbido el estudiante? De hecho, esto significa, ¿no es así?, que el maestro ha de mantener una estrecha vigilancia sobre el estudiante, ha de observar su capacidad, qué es lo que está sucediendo en su cabeza. Eso significa que ustedes deben interesarse en el estudiante.
«Hay tanto que comunicar al estudiante».
¿Qué es lo que quiere usted comunicarle? ¿El vivir una vida no competitiva? ¿Explicarle la maquinaria de la comparación y sus efectos? ¿Decírselo en palabras y convencerlo intelectualmente? Ustedes mismos puede que vean esto intelectualmente o lo comprendan de manera verbal, ¿pero no es posible encontrar un modo de vivir en que cese toda comparación? Ustedes, como maestros y seres humanos, tienen que vivir de ese modo. Sólo entonces podrán comunicarlo al estudiante y eso llevará la verdad tras de sí. Pero si no viven de ese modo, sólo están jugando con las palabras, y a eso sigue la hipocresía. Vivir internamente sin medida ni comparación sólo es posible cuando ustedes mismos están aprendiendo todo lo que ello implica ‑ la agresión, la brutalidad, la división y sus envidias. La libertad significa una vida sin comparación. Pero ustedes inevitablemente preguntarán cuál es la condición de una vida sin lo alto ni lo bajo, sin un ejemplo, sin división. Ustedes quieren una descripción de ello para que, mediante la descripción, puedan capturarlo. Esta es otra forma de comparación y competencia. La descripción nunca es lo descrito. Ustedes tienen que vivirlo y entonces sabrán lo que eso significa.
Principios del Aprender
Segunda Parte, Capítulo 4
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