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Principios del Aprender

Segunda Parte, Capítulo 3

En la madrugada, antes de que el sol se levantara, habla niebla sobre el río. Apenas si podía divisarse la otra orilla. Aún estaba un poco oscuro y los árboles eran sombras recortadas contra la claridad del cielo. Los botes de los pescadores todavía permanecían ahí. Ahí habían estado toda la noche pescando, oscuros y casi inmóviles con sus pequeñas linternas. Y ni un solo sonido provenía de ellos. Ocasionalmente, en un anochecer, podía escucharse cantar a los pescadores, pero ahora, temprano en la mañana, estaban muy silenciosos, rendidos y soñolientos. La corriente los llevaba dulcemente consigo, y pronto podrían regresar con su pesca a la pequeña aldea en que vivían más abajo, sobre este lado del río. Mientras uno observaba, el sol naciente iba iluminando unas pocas nubes en el cielo. Eran nubes doradas, y estaban llenas de esa extraña belleza de la mañana. La luz se extendía tornando visibles todas las cosas; el sol, al alzarse finalmente sobre los árboles, sorprendió a los pocos papagayos que chillando se dirigían hacia los campos que estaban más allá del río. Volaban ruidosamente, velozmente ‑con su pico verde y rojo- y regresarían en una hora o más a sus pequeños huecos en el tamarindo al otro lado del huerto. Entonces, al observarlos, uno los vería mezclarse con las verdes hojas de tal manera que apenas si podría divisarlos excepto por sus brillantes picos rojos.

El sol trazaba un sendero de oro sobre el agua, y un tren trepidó con horrible estrépito al cruzar el puente; pero era el río el que contenta en si la belleza de la mañana. Había un ancho espacio entre esta orilla y la otra, probablemente más de una milla. En la otra orilla, el terreno había sido cultivado para el trigo de invierno y ahora se le veía fresco y verde resplandeciendo en la suave brisa matinal. Mientras uno lo observaba, el sendero dorado se volvía de plata, claro y brillante, y esta luz sobre el río podría contemplarse durante un largo tiempo. Era esta luz la que penetraba los árboles, los campos y el corazón de todo hombre que la mirara.

Ahora el día había comenzado con todos sus ruidos habituales, pero el río seguía siendo espléndido, pleno, castamente arrebatador. Era el río más sagrado del mundo, sagrado por muchos miles de años. La gente venía desde todos los rincones de ese país para bañarse en él, para lavar sus pecados, para meditar en sus orillas con las ropas aun mojadas, los ojos cerrados e inmóviles. Ahora, en el invierno, el río estaba bajo, pero todavía profundo en el centro donde la corriente era bastante fuerte. Con el monzón y la llegada de las lluvias se elevaría treinta, cuarenta, sesenta pies, arrollándolo todo ante él, llevándose hacia abajo la suciedad humana y con ella animales muertos y árboles, hasta ser otra vez puro, bello y anchuroso.

Esa mañana había algo nuevo en relación con el río, y mientras uno, sentado ahí lo miraba, advertía que la novedad no estaba en los árboles ni en los campos ni en aquellas quietas aguas. Estaba en alguna otra parte. Uno lo miraba con una mente nueva, con un nuevo corazón, con ojos que no tenían memoria del ayer y de la miseria de las actividades humanas. Era una mañana espléndida, pura, fresca, y había un canto en el aire. Pasaban mendigos y mujeres en sus ropas sucias, harapientas, llevando combustible a la ciudad, que estaba más lejos, a una o dos millas de distancia. En todas partes había pobreza y total insensibilidad. Pero los muchachos que iban en sus bicicletas transportando leche, cantaban, y los hombres mayores marchaban silenciosos, implacables, ásperos, los cuerpos delgados y recios. Sin embargo, era un mañana bella y clara, y la claridad no se veía alterada por la trepidación del tren sobre el puente, por el grito agudo de los cuervos o por la llamada de un hombre en la otra orilla.

La sala con su galería dominaba el río, treinta pies o más debajo. Había un grupo de padres sentados en el piso sobre una alfombrilla primorosamente limpia. Eran todos morenos, estaban bien alimentados, aseados y tenían un aire de presuntuosa respetabilidad. Habían venido como padres para hablar sobre la relación que tenían con sus hijos y sobre la educación de los mismos. En esa parte del mundo la tradición es todavía muy fuerte. Todos se suponían bien educados o, mejor dicho, habían obtenido algunos títulos en las universidades y tenían, en opinión de ellos, empleos bastante buenos. Se les había inculcado respeto, no sólo por los que eran superiores a ellos en sus profesiones, sino también por las personas religiosas. Eso es parte de esta espantosa respetabilidad. Los que respetan demuestran, invariablemente, falta de respeto y absoluto desprecio por los que están debajo de ellos.

Dijo uno: «Como padre me gustaría hablar acerca de mis hijos, de su educación y de lo que van a hacer. Me siento responsable por mis hijos. Con mi mujer los hemos criado cuidadosamente como sabemos hacerlo, diciéndoles qué deben hacer y qué no deben hacer, guiándolos, formándolos, ayudándolos. Los he enviado aquí, a esta escuela, y estoy interesado en lo que va a pasar con ellos. Tengo dos hijas y dos hijos. Como padres, mi mujer y yo hemos hecho lo mejor, pero lo mejor puede que no sea suficiente. Usted sabe, señor, hay una explosión demográfica, los empleos se están volviendo más difíciles, los niveles de educación son más bajos y los estudiantes universitarios están de huelga porque no quieren mayores exigencias en los exámenes. Ellos desean calificaciones fáciles; de hecho, no quieren trabajar ni estudiar. De modo que estoy inquieto y me pregunto de qué manera yo, o la escuela o la universidad, podemos preparar a mis hijos para el futuro».

Otro de ellos añadió: «Ese es también exactamente mi problema. Yo tengo tres hijos; los dos muchachos están aquí en la escuela. Aprobarán indudablemente alguna clase de exámenes, entrarán en la universidad y los títulos que obtendrán ni se aproximan a los que son norma en Europa o América. Pero son chicos inteligentes y yo siento que la educación que van a recibir ‑no en esta escuela sino más tarde- destruirá la alegría de sus ojos y la vivacidad de sus corazones. Sin embargo, deben tener un título para ganarse la vida de alguna manera. Estoy muy perturbado observando las condiciones de este país, la superpoblación, la abrumadora pobreza, la total incapacidad de los políticos y el peso de la tradición. Tengo que casar a mi hija; ella lo dejará completamente en mis manos porque, ¿cómo puede ella saber con quién debería casarse? Tengo que escoger un marido conveniente, quien ‑ con la bendición de Dios - tenga un título y encuentre un empleo seguro en alguna parte. Eso no es fácil y estoy muy inquieto».

Los otros tres padres estaban de acuerdo; inclinaban solemnemente sus cabezas en señal de asentimiento. Tenían los estómagos llenos, eran hindúes hasta la médula, empapados en sus pequeñas tradiciones y superficialmente preocupados con respecto a sus hijos.

Ustedes han condicionado muy cuidadosamente a sus hijos, aunque tal vez sin comprender profundamente la cuestión. No sólo ustedes sino la sociedad, el medio, la cultura en la que ellos se han criado, tanto en lo económico como en lo social, los han nutrido conformándolos a un patrón particular. Ellos van a tener que pasar por la molienda de la llamada educación. Si tienen suerte, obtendrán un empleo gracias a las manipulaciones de ustedes y se establecerán en sus pequeños hogares con esposas y esposos igualmente condicionados, para llevar una vida monótona e insípida. Pero, después de todo, eso es lo que ustedes desean para ellos ‑ una posición segura, un casamiento a fin de que no sean promiscuos, y la religión a modo de ornamento. La mayoría de los padres quieren esto, ¿no es así? ‑ un lugar seguro en la sociedad, una sociedad que en sus corazones ellos saben que está corrupta. Esto es lo que ustedes quieren, y para producir esto es que han creado escuelas y universidades; para darles cierto conocimiento tecnológico que les asegure la subsistencia y esperar lo mejor, olvidando o cerrando deliberadamente los ojos al resto del problema humano. Ustedes se interesan en un fragmento y no quieren considerar los múltiples fragmentos de la existencia humana. De hecho, ustedes no desean interesarse, ¿verdad?

«No estamos capacitados para ello. Nosotros no somos filósofos, no somos psicólogos, no somos expertos para examinar las complejidades de la vida. Estamos entrenados para ser ingenieros, médicos, profesionales, y nos toma todo nuestro tiempo hallarnos al día, por las muchas cosas nuevas que se están descubriendo. De lo que usted dice se deduce que quiere que seamos expertos en el conocimiento de nosotros mismos. No tenemos ni el tiempo, ni la inclinación ni el interés. La mayor parte de mi tiempo la consumo, al igual que todos los que estamos aquí, en una oficina, o construyendo un puente o atendiendo a los pacientes. Nosotros sólo podemos especializarnos con un campo y cerrar los ojos a los demás. Ni siquiera disponemos de tiempo para ir al templo; eso se lo dejamos a nuestras mujeres. Usted quiere producir una revolución no sólo en el campo religioso sino en el educacional. No podemos acompañarlo en esto. Podría gustarme pero simplemente me falta el tiempo».

Uno se pregunta si realmente no tienen tiempo. Ustedes han dividido la vida en especialidades. Han separado la política de la religión, la religión de los negocios, el hombre de negocios del artista, el profesional del lego y así sucesivamente. Es esta división la que hace estragos no sólo en la religión sino en la educación. Lo único que les interesa es que sus hijos obtengan un titulo. La competencia se está endureciendo; en este país los niveles de la educación están disminuyendo y, a pesar de eso, usted dice que no tiene tiempo para considerar la totalidad de la existencia humana. Eso es lo que casi todos dicen en diferentes palabras y, por lo tanto, sustentan una cultura en la que irá incrementándose la competencia, habrá mayores diferencias entre los especialistas, más conflictos humanos y más dolor. Es el dolor de ustedes, no el dolor de algún otro. Sin embargo, manifiestan que no tienen tiempo, y sus hijos repetirán la misma cosa. En Occidente hay rebelión entre los estudiantes y los jóvenes; la rebelión lo es siempre contra algo, pero los que se rebelan son tan conformistas como aquellos contra quienes están en rebelión. Ustedes quieren que sus hijos se amolden; toda la estructura religiosa y económica está basada en este amoldamiento. La educación se cuida bien de que ellos se amolden. Debido a que por medio del amoldamiento ustedes esperan no tener problemas, piensan que los problemas surgen sólo cuando hay disturbio, cambio. No ven que no es el cambio el que produce los problemas, sino el amoldamiento mismo. Ustedes temen que cualquier alteración en el molde pueda producir caos, confusión y, por lo tanto, condicionan a sus hijos para que acepten las actitudes tradicionales; los condicionan para que se amolden. Los problemas que surgen de esto son innumerables. Toda revolución empieza por quebrar el molde físico del conformismo, pero pronto establece su propio patrón de conformidad, como en Rusia y en China. Cada uno piensa que por medio de su conformidad a ese patrón habrá seguridad. Con este movimiento que se basa en el amoldarse a un patrón determinado, viene la autoridad. La educación, tal como es ahora, enseña al joven a obedecer, aceptar y seguir, y aquellos que se rebelan contra esto tienen su propio patrón de aceptación, subordinación y obediencia. Con el incremento de la población y con el crecimiento rápido de la tecnología, ustedes, los padres, están presos en una trampa de problemas en aumento y en la incapacidad de resolverlos. A todo este proceso lo llaman educación.

«Lo que usted dice es perfectamente cierto. Está estableciendo un hecho, ¿pero qué podemos hacer? Póngase en nuestro lugar. Nosotros engendramos hijos, nuestros apetitos son muy fuertes. Nuestras mentes han sido condicionadas por la cultura en que nos hemos criado como hindú, o musulmán, y al enfrentarnos a este enorme problema del vivir ‑ y es enorme - nos deja perplejos su sugerencia de vivir como una totalidad, como seres humanos completos. Estamos comprometidos, tenemos que ganarnos la vida, tenemos responsabilidades. No podemos retroceder y empezar de nuevo. Estamos aquí presos en una trampa, como usted dice».

Pero ustedes deben cuidar de que sus hijos no estén presos en una trampa. Esa es la responsabilidad de ustedes; no empujarlos a través de algunos estúpidos exámenes sino, como padres, ver que desde su infancia ellos no queden de ningún modo presos en la trampa que crearon ustedes y las generaciones pasadas. Consagren su tiempo a ver si pueden cambiar el medio ambiente, la cultura; vean que exista la clase adecuada de escuelas y universidades. No dejen eso al gobierno. El gobierno es tan irreflexivo como lo son ustedes, tan indiferente, tan insensible. En vez de perpetuar el molde de la trampa, la responsabilidad de ustedes descansa ahora en ver que la trampa no exista. Todo esto significa que tienen que estar despiertos, no sólo a sus particulares profesiones o carreras, sino al peligro inmenso de perpetuar la trampa.

«Nosotros vemos el peligro pero parecemos incapaces de actuar cuando lo vemos».

Ustedes ven el peligro verbalmente o intelectualmente, y a ese ver le llaman peligro, lo cual no lo es en realidad. Cuando ven realmente un peligro actúan, no teorizan al respecto. No oponen dialécticamente una opinión a otra; ven realmente la verdad del peligro como verían el peligro de una cobra y actuarían en consecuencia. Pero ustedes se niegan a ver este peligro porque eso significaría que tendrían que despertar. Hay disturbios y eso los atemoriza y los impulsa a decir que no tienen tiempo, lo que no es así, evidentemente.

Por lo tanto, como padres que se interesan en sus hijos, ustedes deben estar total y completamente entregados a ver que ellos no queden presos en la trampa; de ese modo establecerán escuelas diferentes, diferentes universidades, una política diferente, diferentes modos de convivencia ‑lo cual significa que deben interesarse en sus hijos. Interesarse por los hijos implica la clase apropiada de alimentación, de ropas, de libros, de entretenimientos, la educación adecuada; en consecuencia, se interesan en el verdadero educador. Para ustedes, el educador es lo menos respetado. Respetan a aquellos que poseen muchísimo dinero, posición y prestigio, y al educador que tiene la responsabilidad de la generación venidera, a ése lo menosprecian completamente. El educador necesita educación como ustedes, los padres, necesitan educación.

El sol ya comenzaba a calentar, había sombras profundas y la mañana se estaba agotando. El cielo era menos azul y los niños jugaban en el campo, relevados de sus clases, de las repetitivas lecciones y la penosa faena de los libros.

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Segunda Parte, Capítulo 3

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