Principios del Aprender
Segunda Parte, Capítulo 2
Uno no puede tomarle el pulso a un país totalmente a menos que haya vivido en él por algún tiempo. Sin embargo, la gente que vive ahí, que pasa sus días y sus años y muere ahí, raramente llega a sentir la propia tierra en su totalidad. En este vasto país con tantos idiomas, las personas son, en general, muy seculares y provincianas. En un tiempo, la religión, los cantos y las historias unían y enlazaban a las diferentes divisiones de clase, pero eso se está yendo rápidamente; esta unidad, este sentimiento de lo sagrado de la vida, de las cosas que se encuentran más allá del pensamiento, está desapareciendo. Quien viniera años tras años para vivir algunos meses aquí, notaría la declinación general, el enorme incremento de la población en todas las grandes ciudades; y bajando por cualquier calle vería a las personas durmiendo sobre el pavimento, la terrible pobreza, la suciedad. A la vuelta de una esquina se encontraría con un templo o una mezquita llena de gente, y más allá de la ciudad, las fábricas, los campos y las colinas.
Es realmente un país muy bello con sus altas montañas cubiertas de nieve, sus dilatados valles azules, los ríos, los desiertos, la rica tierra roja, las palmeras, los bosques y los animales salvajes, que están desapareciendo. La gente se interesa en la política ‑un grupo contra otro grupo- la extrema pobreza, la miseria, la suciedad, pero muy pocos hablan de la belleza del país. Y éste es muy bello en su variedad, en sus colores innumerables, en la inmensa extensión de su cielo. Uno puede llegar a percibir el sentimiento total del país con sus antiguas tradiciones, las mezquitas, los templos, la brillante luz del sol, los papagayos y los monos, los miles de aldeanos luchando con la pobreza y la inanición, con la falta de agua hasta el día en que llegan las lluvias.
Cuando se asciende por las colinas el aire es fresco y puro, por todas partes hay hierba verde. A uno le parece estar en un mundo diferente, pueden verse muchos centenares de millas con montañas cubiertas de nieve. Ello es de una conmovedora magnificencia y, a medida que se baja por un estrecho sendero, allí está la pobreza y la miseria; en un pequeño tinglado hay un monje hablando a sus discípulos. De todo esto llega el sentimiento de algo distante, una gran lejanía. Uno encuentra personas con cerebros que a través de muchas generaciones se han cultivado en el pensamiento religioso y que tienen una capacidad peculiar para asir ‑al menos verbalmente- el otro aspecto de la vida. Ellos discutirán con agudeza, citando, comparando, recordando lo que dicen sus libros sagrados. Todo eso lo tienen en la punta de la lengua, las palabras se amontonan sobre las palabras, y las ricas aguas del río pasan de lado. Uno percibe el sentimiento total de esta extraordinaria belleza, las vastas montañas, las colinas, los bosques y los ríos de la población inmensa, la diversidad de los conflictos, el sufrimiento intenso y la música. Todos ellos aman la música. Se sentarán a escuchar por horas en las aldeas, en las ciudades, absortos en ella, llevando el ritmo con sus manos, con sus cabezas, con sus cuerpos. Y la música es bella.
Hay tremenda violencia, odio creciente, y una multitud se halla en torno del templo sobre la colina. Millones hacen una peregrinación al río, el más sagrado de todos los ríos, y se retiran felices y cansados. Esta es su forma de disfrutar en el nombre de la religión. Hay sanyasis, monjes por todas partes. Algunos son serios, y están aquellos que han tomado el hábito religioso como la forma más cómoda de vivir. Está la infinita fealdad y está la admirable belleza de un árbol y de un rostro. Un mendigo va cantando por la calle y cuenta acerca de antiguos Dioses, mitos y de la belleza de la bondad. Los que trabajan en los edificios lo escuchan y dan un poco de lo que tienen al hombre que canta. Es una tierra increíble con su increíble infortunio. Uno siente todo esto muy en lo profundo, hasta las lágrimas.
El político con sus ambiciones, hablando interminablemente del pueblo y su bienestar; los diversos pequeños líderes con sus congregaciones; la división idiomática, la intensa arrogancia, el egocentrismo, el orgullo de raza y antiguas represiones, todo está ahí; y la cosa más extraña es la risa de los niños. Parecen tan completamente ignorantes de todo esto. Son pobres y su risa es más grande que la del hombre rico y lleno hasta el hartazgo. Todo aquello en que uno puede pensar se halla en este país ‑engaño, hipocresía, destreza, tecnología, erudición. Un niñito vestido de andrajos está aprendiendo a tocar la flauta, y en la campiña crece una solitaria palmera.
En un valle que está lejos de las ciudades y del ruido, donde las colinas son las más viejas del mundo, un padre ha venido a hablar de sus hijos. Probablemente él nunca miró esas colinas que casi parecieran estar cuidadosamente talladas por la mano, enormes rocas desprendidas en equilibrio las unas sobre las otras. El cielo era esa mañana muy azul y había algunos monos corriendo arriba y abajo en el árbol que estaba más allá de la galería. Nos encontrábamos sentados en el piso sobre una alfombra roja, y él dijo: «Tengo varios hijos y mis disgustos han comenzado. No sé qué hacer con ellos. Debo casar a las niñas y va a ser muy difícil educar a los muchachos, y» ‑añadió como un pensamiento posterior- «a las niñas. Si no los educo, ellos vivirán en la pobreza, sin futuro alguno. Mi mujer y yo estamos muy alterados con respecto a todo esto. Como usted puede ver, señor, yo he sido bien educado; tengo un titulo universitario y un buen empleo. Algunos de mis hijos son muy inteligentes y brillantes. En una sociedad primitiva se las arreglarían muy bien, pero hoy en día usted necesita estar altamente educado en algún campo especial para vivir una vida más o menos decente. Pienso que los amo y deseo que vivan una vida feliz e industriosa. No sé qué significa esa palabra amor, pero yo abrigo un sentimiento por ellos. Quiero que sean estimados, bien educados, pero sé que una vez que vayan a la escuela, los otros niños y los maestros los destruirán. El maestro no está interesado en enseñarles. El tiene sus propias inquietudes, sus ambiciones, sus desdichas y riñas familiares. Repetirá algo que ha aprendido de un libro y los niños llegarán a ser tan insensibles como lo es él. Existe esta batalla entre el maestro y el estudiante, la resistencia por parte de los niños, el castigo y la recompensa y el temor a los exámenes. Todo esto estropea inevitablemente las mentes de los niños y, no obstante, ellos tienen que pasar por esta molienda para obtener un titulo y un empleo. ¿Qué he de hacer, pues? A menudo he pasado despierto la noche pensando en todo esto. Veo cómo año tras año los niños son destruidos. ¿No ha notado, señor, que algo les sucede después que han alcanzado la pubertad? Sus rostros cambian; parece que hubieran perdido alguna cosa. Frecuentemente me he preguntado por qué esta vulgaridad, esta estrechez de la mente debe producirse en la adolescencia. ¿No es parte de la educación mantener despierta esta cualidad de delicadeza? ‑ no sé cómo expresarlo. Todos ellos parecen volverse súbitamente violentos y agresivos, con un estúpido sentimiento de independencia. En realidad, no son independientes en absoluto.
«Los maestros parecen descuidar esto totalmente. Veo al mayor de mis muchachos volviendo de la escuela ya cambiado, brutalizado, con la mirada dura. De nuevo pregunto: ¿Qué he de hacer? Creo que los amo, de otro modo no estaría hablando así acerca de ellos. Pero encuentro que nada puedo hacer, la influencia del medio es demasiado fuerte, la competencia va en aumento, la crueldad y la eficiencia se han vuelto las normas. Así que todos ellos llegarán a ser como los otros: insensibles. El resplandor se habrá ido de sus ojos y la sonrisa feliz nunca más volverá a aparecer del mismo modo. Así, como un padre entre un millón de otros padres, he venido a preguntar qué he de hacer. Veo qué efecto producen la sociedad y la cultura, pero yo debo enviarlos a la escuela. No puedo educarlos en la casa; no tengo tiempo ni lo tiene mi esposa y, además, ellos deben estar en compañía de otros niños. En mi casa les hablo, pero es como una voz en el desierto. Usted sabe, señor, lo terriblemente imitadores que somos, y así son los hijos. Ellos quieren pertenecer a algo, no quieren ser excluidos, y los líderes políticos y religiosos usan esto y lo explotan. Y al cabo de un corto tiempo ellos marchan en los desfiles, saludan la bandera, se manifiestan contra esto o aquello, gritando y arrojando piedras. Están perdidos, terminados. Cuando veo esto en mis hijos me deprimo tanto que a menudo quiero suicidarme. ¿Hay en absoluto algo que yo pueda hacer? Ellos no quieren mi amor. Quieren un circo, como yo lo quería cuando era un muchacho, y se repite el mismo patrón».
Estábamos sentados muy silenciosamente. El maina [N. del T. Pájaro de la India del género eulabes religiosa. Puede ser domesticado y aprende a pronunciar ciertas palabras.] cantaba y las antiguas colinas brillaban plenas a la luz del sol.
Nosotros no podemos volver al antiguo sistema del maestro con unos pocos estudiantes que, viviendo con él, son instruidos y observan el modo en que él vive. Eso está muerto. Ahora tenemos esta tecnología mecánica que da a la mente la agudeza del metal. El mundo se industrializa y eso trae consigo sus problemas. La educación desdeña el resto de la existencia humana. Es como tener un brazo sumamente desarrollado, fuerte, vital, mientras que el resto del cuerpo se marchita, es débil y enfermizo. Como padre usted puede ser una excepción, pero la mayoría de los padres desean el proceso industrial, mecánico, desarrollado a expensas del ser humano total. La mayoría parece imponerse.
¿No puede la minoría inteligente de los padres reunirse y fundar una escuela en la que haya interés y consideración por el hombre total, en la cual el educador no sea meramente el informante, una máquina que imparte un conocimiento particular, sino que se interese por el bienestar de la totalidad? Esto significa que el educador necesita educación, lo que implica crear, con la ayuda de unos pocos padres que están profundamente interesados, un lugar donde el educador se eduque al mismo tiempo. ¿O el suyo es solamente un grito temporáneo, desesperanzado? No parecemos capaces de consagrarnos a ver la verdad de algo y llevarla a cabo. Pienso, señor, que ahí es donde radica la dificultad. Usted probablemente tiene un sentimiento profundo por sus hijos y cómo ellos deberían ser. Pero el darse cuenta de lo que está ocurriendo en el mundo no parece afectarlo profundamente; usted flota a la deriva junto con la sociedad. Meramente se entrega a las lamentaciones, y eso no conduce a ninguna parte. Usted es responsable no sólo por sus propios hijos sino por todos los hijos, y debe unir sus fuerzas a las de otros para crear las nuevas escuelas. Eso es cosa de ustedes y no de la sociedad o los gobiernos, porque ustedes son parte de esta sociedad. Si realmente amaran a sus hijos, se consagrarían de manera real y definitiva a crear no sólo una clase diferente de educación, sino una clase por completo diferente de sociedad y de cultura.
Principios del Aprender
Segunda Parte, Capítulo 2
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