Encuentro con la Vida
Tercera Parte - Reflexiones
La Comprensión del Dolor
Bombay, India, febrero de 1968
No sé si ustedes se han preguntado seriamente si el dolor puede terminar alguna vez. El hombre ha sufrido, no sólo físicamente sino interna, psicológicamente, por tiempos incalculables. Ha seguido un patrón de sufrimiento sin fin, el patrón del vivir y el morir, ambos ofreciendo un dolor profundo. El hombre no ha sido capaz, a través de los siglos, de resolver este problema.
¿Es de algún modo posible para el hombre, que vive siempre en la corrupción, en medio de una sociedad que se desintegra, vivir la vida dichosamente, inteligentemente, lo cual implica sensiblemente, vivirla con un gran júbilo interno, un júbilo que jamás haya sido tocado por el dolor? Si uno se formulara realmente esa pregunta, no sé qué es lo que podría responder. Diría probablemente que eso no es posible, que es mejor olvidarlo; diría que uno tiene que vivir en este feo mundo con la pena, la vejez y la muerte y con alguna alegría ocasional exenta de motivo, o que uno está atrapado en un círculo vicioso sin salida.
Pero no veo cómo, sin terminar con el dolor, puede uno llegar alguna vez a la iluminación, cómo puede tener sabiduría. La sabiduría no es algo que podamos comprar en una librería, o algo que ha sido acumulado; no nace de la tradición ni llega a través de la experiencia. La sabiduría adviene sólo con la terminación del dolor; la terminación del dolor es sabiduría. Pero nosotros no sabemos cómo terminar con el dolor; jamás hemos dedicado nuestros corazones y nuestras mentes a descubrir si es posible en modo alguno para el hombre terminar con el dolor, vivir una vida diferente, una vida que no produzca esta desgarradora desdicha, esta confusión y este miedo.
Nos hemos vuelto muy ingeniosos en la investigación analítica, muy intelectuales, muy listos en dar explicaciones ‑como un hombre que está siempre arando y nunca, nunca siembra-. Este ingenio nos ha hecho muy mundanos; la mundanidad es el cultivo fragmentario de la mente, que se ha vuelto tan asombrosamente aguda, tan conocedora de todo, que jamás dice: “No sé”. La mundanidad es esta falta de humildad. La humildad no es una cosa que pueda cultivarse como cultivan ustedes un árbol, un jardín o un fragmento de la mente. La humildad no es del tiempo. Por esta razón uno no puede decir: “Yo” seré humilde; con el tiempo tendré ese estado extraordinario y sencillo de la mente que es un perpetuo movimiento de aprender, ver, escuchar”.
La sabiduría llega con la humildad. Hay humildad cuando uno se conoce a sí mismo como realmente es. Pero cuando ustedes tienen una teoría basada en el yo superior, el yo inferior, el atman y todo eso, una teoría que ha sido inventada por la imaginación, eso es vanidad. Es solamente una mente libre del estado de dolor la que puede amar y conocer la belleza del amor, la que puede ver algo completamente de un vistazo: toda la belleza de la tierra y el cielo, la estrella vespertina o una bandada de pájaros levantando vuelo en la mañana. Puede abarcar todo esto de una sola mirada y conocer la calidad de la belleza, que es amor.
La humildad es necesaria para preguntarse: ¿Puede una mente, que ha vivido por diez mil años, hallarse alguna vez en un estado donde el dolor jamás pueda alcanzarla? Para formularnos esta pregunta y encontrar esa cualidad de completa inocencia de la mente, tenemos que comprender toda la estructura y naturaleza de la experiencia. El hombre ha tenido, y tiene todos los días, a cada minuto, miles y miles de experiencias; no puede evitar la experiencia, está ahí le guste o no, hace impacto sobre su mente, ya sea consciente o inconsciente de ello. ¿Puede esta mente, que es el resultado del tiempo, de la tradición, de la inenarrable desdicha del hombre, puede alguna vez estar libre de la experiencia? Muy desafortunadamente, creemos que la experiencia es necesaria, pensamos que debemos tener multitud de experiencias de toda clase a fin de enriquecer la mente, para que la mente se vuelva dúctil, clara, después de haber pasado por tantas cosas, de haber leído tanto y haber vivido tanto. Pensamos que la experiencia, grande o pequeña, es una parte esencial de la vida; exigimos constantemente más experiencias: la experiencia del sexo, de Dios, de la virtud, de la familia, de los viajes... y soportamos la diaria, monótona y aisladora experiencia que tenemos cuando estamos a solas con nosotros mismos. Hemos aceptado este modo de vivir.
Con la experiencia viene la comparación. No sé si ustedes han vivido sin comparar, sin compararse con otro que es más inteligente, más brillante, que tiene una posición más alta, más poder y prestigio, sin compararse con otro cuyo rostro es más hermoso, que tiene una sonrisa más radiante, una mirada más clara. Dentro de nosotros tiene lugar una comparación incesante: “Eso es lo mejor, lo máximo”. La comparación de lo que ha sido con lo que debería haber sido, la medida que prosigue constantemente, interminablemente, como cuando ustedes leen un anuncio: “Compre esto, lo hará más inteligente”, “Use eso, le dará alguna otra cosa”... Cuando hay comparación debemos, inevitablemente, invitar a la experiencia; pensamos que sin comparar, sin medir, somos torpes, estúpidos y que no hay progreso. Comparamos una pintura con otra, un escritor con otro, una fortuna con otra; creemos que alcanzamos alguna comprensión de la existencia humana mediante el estudio comparativo de las religiones y de la investigación antropológica. ¿Seríamos torpes si no comparáramos? ¿O sólo conocemos la torpeza a través de la comparación porque otro es sensible, tiene ojos brillantes y vive sin confusión? ¿Es comparándonos a nosotros mismos con esa persona que nos volvemos conscientes de que nuestros ojos son apagados, que la condición de nuestra mente es confusa? Esa comparación, ¿nos ayuda realmente a comprender? Tecnológicamente, tiene que haber comparación, de lo contrario no existiría el conocimiento científico, pero aparte de eso, ¿por qué comparamos en absoluto? Y si no comparáramos, ¿qué sucedería?
Mientras escuchan, dejen que sus mentes se observen a sí mismas. Verán que la mente está siempre presa en el comparar y el medir; esto origina insatisfacción, ustedes desean más. Desean encontrar satisfacción y, por lo tanto, invitan a esta interminable experiencia.
¿Qué es la experiencia? Tenemos que entender qué es antes de avanzar en algo que requiere una gran comprensión; vamos a hablar de una mente que es por completo inocente, porque es sólo la mente en estado de inocencia, la mente muy, muy sencilla, la que puede ver lo que es verdadero, la que puede ver claramente. Una mente repleta de experiencias es una mente complicada; cada experiencia ha dejado una huella en esa mente, y una mente así, haga lo que haga, jamás conocerá la bendición de la inocencia.
Uno tiene que inquirir en la naturaleza de la experiencia; la palabra “experiencia” quiere decir “pasar por”. Sin embargo, la mente nunca “pasa por” una experiencia, nunca “pasa por” ella y termina con ella. Cada experiencia deja una huella, y debido a que hay otras huellas, otras marcas de experiencias previas, cada nueva experiencia es traducida por las experiencias anteriores, por la huella anterior, por el recuerdo anterior. Obsérvenlo en sí mismos. Uno descubre que la experiencia jamás puede liberar la mente, jamás; uno ve que toda experiencia que reconoce, sólo es reconocible porque uno ya ha experimentado eso, de otro modo no podría reconocerlo.
La experiencia deja una huella, esto es un hecho obvio. Usted me ha insultado y mi reacción a ese insulto ha dejado un recuerdo; la próxima vez que me encuentro con usted lo encaro con el recuerdo, y el encontrarme con quien me ha insultado hace que ese recuerdo se torne más denso; o si me ha ensalzado, si me ha dicho: “¡Qué persona maravillosa es usted!”, esa lisonja deja nuevamente una huella, un recuerdo, y la próxima vez que me encuentro con usted hay un fortalecimiento de ese recuerdo; nos hacemos amigos. La experiencia ha dejado huellas, tanto agradables como desagradables. Ahora bien, ¿podemos vivir la experiencia, pasar por ella mientras ocurre, de modo que cuando usted me insulta yo reciba ese insulto de manera tan completa que no deje en absoluto ninguna huella en la mente, que no deje ningún recuerdo? ¿O, del mismo modo, cuando usted me alaba, que esa alabanza no deje ninguna huella? Eso implica que la mente ya no está acumulando experiencias. Tengan la bondad de comprender la esencia de esto. La mente, cuando recibe el insulto o la alabanza, está tan clara, es tan aguda, que se enfrenta a eso totalmente porque ha rechazado la experiencia. Por favor, háganlo la próxima vez, háganlo, no sólo “traten” de hacerlo ni lo hagan “lo mejor que puedan”, sino háganlo realmente porque comprenden con mucha claridad que la experiencia jamás libera la mente.
Las personas religiosas quieren experiencias; repiten y repiten cierta palabra, mediante lo cual se genera un estado de histeria que les brindará una experiencia de algo que está más allá; y muchos de los jóvenes de la nueva generación toman drogas a fin de tener alguna clase de experiencia trascendental. Es siempre el mismo problema: el hombre, que ha vivido una vida tan carente de sentido tan desesperadamente pobre en lo interno, tan monótona y ajustada a semejante rutina imitativa, desea naturalmente algo que le ofrezca un regocijo mayor, una mayor visión y significación del vivir; por eso está siempre buscando experiencias ‑que es lo que hacen ustedes-. Quieren pruebas, quieren buscarlas, encontrarlas, o sea, quieren experimentarlas. Pero cuando comprenden realmente la naturaleza de la experiencia, cuando ven cómo está formada, cuando ven la verdad de ella y, viéndola, dejan de comparar, entonces ya no siguen más, no hay autoridad a quien seguir; ven que nadie podrá conducirlos a experiencias más elevadas.
Si comprenden que toda medición invita a la experiencia, que el deseo de más experiencias engendra a esas personas que asumen la autoridad ‑el sacerdote, el monje, el hombre que sabe más-, si comprenden eso, pueden entonces investigar el problema del dolor y de por qué sufre el hombre, no sólo físicamente de enfermedades graves, sino también por qué sufre cuando alguien muere, cuando no puede lograr algo, realizarse; por qué de pronto se siente aislado de los demás cuando le falta apoyo y no tiene en quien confiar, cuando lo dejan completamente solo... por qué sufre en absoluto. Y, como dijimos, para comprender esto tiene que haber humildad; pero ustedes no son humildes, han leído mucho, demasiado, buscando la razón de por qué surge el dolor y el modo de terminar con él. Y así, buscando la terminación del dolor, se han vuelto muy mundanos. Han aprendido cómo evitar el dolor, cómo evitarlo astutamente.
Para comprender el dolor y la terminación del dolor, uno tiene que comprender el miedo; no “comprenderlo” intelectualmente o verbalmente, sino comprenderlo abordando realmente el miedo de modo que uno quede enfrentado al hecho mismo. Cuando ustedes se enfrentan al hecho, el pensamiento no puede operar; cuando se enfrentan a un gran choque emocional, a una crisis grave, el pensamiento no interviene. No sé si lo han advertido. Apenas interviene el pensamiento, surge el tiempo. ¿Tengo que explicar todo esto, cómo el pensamiento engendra el tiempo, cómo el tiempo es dolor, cómo el tiempo es miedo? ¿Necesito explicarlo? ¿Sí? ¡Qué lástima! Porque ustedes saben lo que significa: significa una mente que ha vivido de palabras y explicaciones, una mente que se ha embotado y, por lo tanto, no puede ver rápidamente, instantáneamente, la verdad de algo, pero ustedes piensan que comprenderán esa verdad cuando les sea explicada. Las explicaciones y definiciones sólo embotan más la mente. Les daré una explicación breve, pero la explicación no es el hecho. No se queden con la explicación, escúpanla como algo que no tiene buen sabor.
El pensamiento es tiempo y el pensamiento es temor. Ustedes tienen que comprender esto, no de manera verbal sino factual, porque cuando dan con el inmenso problema de la muerte, para comprenderlo, para vivirlo y ver toda su belleza, es preciso comprender el pensamiento como tiempo y como temor. Ayer hubo una experiencia feliz y el pensamiento dice: “Espero tener otra vez esa experiencia mañana”. Miren lo que ha ocurrido: uno ha tenido una experiencia placentera ayer y desea repetirla mañana; el pensamiento retiene esa experiencia como un recuerdo y quiere repetirla al día siguiente. Es eso lo que ustedes hacen en relación con el sexo: quieren que la experiencia de ayer se repita mañana. El pensamiento ha creado el ayer y el mañana. Pero el mañana es incierto, el mañana puede ser algo completamente distinto. Todo lo que el pensamiento conoce realmente es el ayer. Por lo tanto, el pensamiento es del ayer, el pensamiento es viejo, jamás es nuevo.
El pensamiento, que es experiencia, conocimiento, el almacenado manojo de recuerdos cuya reacción es el pensar, crea el tiempo como el ayer. Yo fui muy feliz ayer contemplando ese maravilloso crepúsculo, el sol resplandeciente poniéndose en el mar espléndido y esa nube que pasaba junto a él, plena de color rosado y de una gran belleza... Estaba ahí y ahora es un recuerdo; y mañana iré allá y puede que el sol se ponga sin ese color, sin esa belleza. El pensamiento ha creado el tiempo como el ayer y el mañana. Eso es muy simple. ¿Es el pensamiento, pues, el que crea el miedo a la muerte? Mañana, en el futuro, habrá un final porque hemos visto muy a menudo la muerte en las calles, sabemos de la muerte; está ahí, caminando todos los días a nuestro lado. Y el pensamiento piensa en ella como en algo que ha de llegar alguna vez, en el futuro; está, pues, el intervalo, el tiempo entre el vivir y el morir. Ese intervalo, ese tiempo, es miedo. Ese tiempo, ese intervalo, es creado por el pensamiento.
Conocemos la vida y sabemos de la muerte. Conocemos la vida que llevamos, una vida de conflictos, luchas, desdicha, corazones dolientes, una vida sin amor ni belleza; y está esa cosa que llamamos muerte, el súbito final. El hombre ha inventado diversas teorías sobre lo que ocurre después de la muerte; todo el Asia cree en la reencarnación; ésa es meramente una esperanza, porque si tal creencia formara realmente parte de la vida de ustedes, entonces vivirían rectamente hoy, sus actos y pensamientos serían virtuosos, ustedes serían amables, generosos, afectuosos, porque, si no lo fueran, entonces en la próxima vida pagarían por ello ‑que es lo que la reencarnación enseña-. Pero ustedes no creen en ella, ésa es sólo una idea, una esperanza, una esperanza para el hombre que tiene miedo. Por lo tanto, tienen que reexaminar toda la cosa, reexaminar sus creencias. Las creencias, bajo ninguna circunstancia, tienen valor alguno en absoluto.
Un hombre que tiene una creencia es un hombre temeroso. La vida que uno lleva ‑la vacuidad, la desdicha, el dolor, el conflicto interminable- es un campo de batalla; y eso es todo lo que conocemos. Ese campo de batalla y el miedo sin terminación, al que llamamos muerte, son todo lo que conocemos. Tenemos, pues, que investigar, explorar, pensar nuevamente sobre ello, mirarlo de nuevo para que de este modo pueda surgir una mente nueva.
¿Puede terminar el dolor? Lo cual implica: ¿Puede el miedo terminar? Cuando lloramos por la muerte de alguien, ¿lloramos por otro o por nosotros mismos? ¿Alguna vez han llorado por otro? Escuchen, por favor. ¿Han llorado por otro alguna vez? ¿Han llorado por esa pobre mujer o ese hombre en la calle vestido con un trapo, tan sucio; han llorado alguna vez por él? ¿Alguna vez ha llorado usted por su hijo muerto en el campo de batalla? Ha llorado, sí, pero ese llanto, ¿surge de la autocompasión o llora porque ha sido muerto un ser humano? Si llora por autocompasión, esas lágrimas nada significan, porque usted se interesa en sí mismo, y el “sí mismo” es un manojo de recuerdos, de experiencias, la tradición del pasado; llora porque ha sido privado de ese hijo en el que había depositado gran parte de su electo (no era realmente afecto). Llore por su hermano muerto, llore por él, no por sí mismo. Es muy fácil llorar por uno mismo porque él se ha ido. ¿Se ha preguntado alguna vez qué le sucedió a él, por qué murió? Conozco todas las respuestas que va a darme. Dirá que él ha muerto por enfermedad, por accidente, que es su karma, su destino, que no vivió apropiadamente; explicaciones, explicaciones, explicaciones... ¿Llora usted por las explicaciones, o llora por otro ser humano? ¿Alguna vez se ha interesado por otro?
Por favor, tienen que responder a estas preguntas por ustedes mismos, ¡porque se han vuelto tan mundanos, tan completamente insensibles! Y si lloraran por otro, entonces harían algo. Pero si lloran por sí mismos a causa de la autocompasión, se vuelven aun más insensibles. Aunque aparentemente lloren porque el corazón se les ha conmovido, no se ha conmovido excepto por la autocompasión. La autocompasión los torna duros, los encierra en sí mismos, los vuelve torpes, estúpidos; en eso se han convertido los seres humanos, porque han derramado lágrimas por sí mismos, por la suerte que les ha tocado, y su suerte es siempre pequeña comparada con otra cosa.
La terminación del dolor es el principio de la sabiduría. La sabiduría adviene naturalmente, fácilmente, cuando hay conocimiento propio, cuando uno sabe que llora meramente por sí mismo, que llora a causa de la autocompasión porque se siente aislado del resto, abandonado. ¡Siempre uno llorando! Si entendemos eso, si lo comprendemos, lo cual implica que entramos en contacto directo con ello, como si tocáramos un árbol o esa columna o una mano, entonces veremos que el dolor está centrado en nosotros mismos, que es egocéntrico; veremos que el dolor es creado por el pensamiento y es el resultado del tiempo. Perdí a mi hijo hace años, está muerto; ahora estoy solo, no hay nadie en quien pueda encontrar consuelo, compañía; eso trae lágrimas a mis ojos, lágrimas que son mi autocompasión, yo no estoy para nada interesado realmente en mi hijo. Si lo hubiera estado, habría procurado que viviera apropiadamente, que tuviera una buena alimentación, que hiciera los ejercicios correctos, que recibiera una educación apropiada, que fuera capaz de pararse sobre sus propios pies, que fuera un hombre libre. Pero eso no me importa. No lloro por otro, lloro por mi propio yo insignificante, pequeño y vulgar, que se ha vuelto tan extraordinariamente listo en su vulgaridad. Pueden ver cómo todo esto ocurre dentro de ustedes mismos, y pueden verlo si lo observan, pueden verlo plenamente, completamente, de un solo vistazo. Pueden captar toda la estructura con una sola mirada, sin tomarse tiempo para ello, sin analizarlo; pueden ver la naturaleza de esta cosa pequeña y vulgar llamada el “yo”, el “mí”; “mis” lágrimas, “mi” familia, “mi” nación, “mi” creencia, “mi” religión, “mi” país... toda esa fealdad está dentro de cada uno de ustedes. Pueden ver, por lo tanto, que son responsables de todas las guerras, de toda la brutalidad que se desarrolla en este país y en otros países. Cuando ven todo eso con el corazón, no con la mente, cuando realmente lo ven desde el fondo mismo del corazón, entonces tienen la llave que terminará con el dolor. Una llave así abre la puerta a una mente no contaminada en absoluto por la experiencia y que, por lo tanto, es inocente. No es una mente hecha inocente por el pensamiento, el pensamiento nada puede hacer, el pensamiento es viejo. La belleza de la inocencia consiste en que siempre es nueva y, por consiguiente, siempre es joven. Es sólo esa total inocencia la que puede ver la inmensidad, ese estado inconmensurable de la mente que el hombre ha estado buscando por siglos y siglos.
Del Boletín 29 (KF), 1976
Encuentro con la Vida
Tercera Parte - Reflexiones
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Jiddu Krishnamurti, Encuentro con la vida - Piezas Cortas, Preguntas y Respuestas, Pláticas. Jiddu Krishnamurti en español.