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Encuentro con la Vida

Segunda Parte - Preguntas y Respuestas

Voluntad y Deseo

Saanen, Suiza, 23 de julio de 1980

Interlocutor: Sin la operación del deseo y la voluntad, ¿cómo puede uno avanzar en la dirección del conocimiento propio? ¿Acaso la urgencia misma de cambiar no forma parte del movimiento del deseo? ¿Cuál es la naturaleza del primer paso?

Krishnamurti: Para comprender esta cuestión, no sólo de manera superficial sino profundamente, debe uno comprender la naturaleza del deseo y de la voluntad y también la naturaleza del conocimiento propio. El interlocutor pregunta: “Si uno no tiene el impulso, que es parte del deseo y la voluntad, ¿cómo puede tener lugar el florecimiento que se da en el conocimiento propio?”

¿Qué relación hay entre el deseo y la voluntad? ¿Cómo surge el deseo? Primero están las sensaciones visuales y táctiles; después el pensamiento crea una imagen sobre la base de esas sensaciones y así nace el deseo. Uno puede ver esto por sí mismo cuando en la vidriera de una tienda mira una camisa o un traje; al entrar a la tienda y tocar el material, surge la sensación táctil y entonces el pensamiento dice: “¡Qué lindo sería tener este traje!”. El pensamiento crea la imagen de uno poniéndose el traje y, en ese momento, aparece el deseo. Este es el movimiento: percepción, contacto, sensación ‑todo muy natural y sano-, y entonces el pensamiento se apodera de la sensación, crea una imagen y ha nacido el deseo. La voluntad es la suma del deseo, el fortalecimiento del deseo, el impulso de lograr, de expresar el propio deseo y de adquirir; ésa es la operación del deseo reforzado por la voluntad.

De modo que el deseo y la voluntad marchan juntos. Entonces el interlocutor pregunta: “Si no hay deseo ni voluntad, ¿por qué debería uno buscar el conocimiento de sí mismo?” ¿Qué es el conocimiento de uno mismo? Examinemos eso en primer lugar. Los antiguos griegos y los hindúes hablaron acerca del conocimiento propio. ¿Qué significa conocerse a sí mismo? ¿Puede uno conocerse a sí mismo? ¿Qué es el “sí mismo” que, aparentemente, es necesario conocer? ¿Y qué entiende uno por la palabra “conocer”? Yo conozco Gstaad[2] porque he estado viniendo aquí por veintidós años. Los conozco a ustedes porque los he visto aquí por veinte años o más. Cuando uno dice “conozco”, quiere indicar con eso no sólo el reconocimiento sino también el recuerdo del rostro, del nombre. Está la asociación: “Me encontré con usted ayer y hoy lo reconozco”. Ésa es la memoria que está operando. De modo que cuando alguien dice: “Conozco”, ése es el pasado expresándose en el presente. Uno va a la escuela, al colegio, a la universidad y adquiere una gran cantidad de conocimientos. Después dice: “Soy químico, soy físico”, esto y aquello. Por lo tanto, cuando uno dice que debe conocerse a sí mismo, ¿llega a ese conocimiento propio de una manera fresca, nueva, o lo aborda desde una base de conocimientos ya adquiridos? ¿Alcanzan a ver la diferencia?

Quiero conocerme a mí mismo. Puedo haber estudiado psicología o haber visitado a psicoterapeutas o haber leído muchísimo. ¿Abordo la comprensión de mí mismo por medio de ese conocimiento? ¿O llego a ello sin la previa acumulación de conocimientos sobre mí mismo? Cuando digo: “Debo saber acerca de mí”, ¿no estoy ya familiarizado conmigo a través del conocimiento pasado, el cual dicta el modo en que debo observarme? Es muy importante comprender esto si uno quiere investigarlo cuidadosamente. Teniendo, pues, un conocimiento previo acerca de nosotros mismos, usamos ese conocimiento con el fin de comprendernos, lo cual es absurdo. ¿Puede uno, pues, descartar todo cuanto ha entendido acerca de sí mismo sobre la base del conocimiento de otros (Freud, Jung, los psicólogos modernos) y mirarse de un modo nuevo, como si fuera la primera vez?

Ahora bien, el interlocutor pregunta: “¿Son necesarios el deseo y la voluntad para observarme a mí mismo?” Vean lo que ocurre. Uno ha adquirido conocimiento acerca de sí mismo por medio de otros y ello se opone al hecho real de lo que uno es. ¿Ven la diferencia? Existe una contradicción entre lo que he adquirido y “lo que es”. Y para superar esta contradicción, ejercito la voluntad. Puedo haber acudido al más novedoso de los terapeutas y haber recibido de él ciertos conocimientos acerca de mí mismo; llevo esos conocimientos a mi casa y descubro que son diferentes de lo que yo soy. Entonces comienza el conflicto de ajustar lo que me han dicho a “lo que es”. Para superar ese conflicto, para suprimirlo o aceptarlo, entran en juego el deseo y la voluntad.

Ahora bien, ¿son en absoluto necesarios el deseo y la voluntad? ¿Acaso no aparecen solamente cuando uno tiene que ajustarse a un patrón, a un patrón de lo que está “bien”? ¿No es entonces que comienza el conflicto, la lucha por superar, por controlar?

Uno es un investigador, está cuestionando; por lo tanto, rechaza completamente toda información sobre sí mismo que haya sido provista por otros. ¿Lo hará? No, no lo hará porque es mucho más seguro aceptar la autoridad. Entonces se siente uno a salvo. Pero si en verdad rechaza la autoridad de todo el mundo, ¿cómo ha de observar el movimiento del “sí mismo”? Porque el “sí mismo” no es estático, se mueve, vive, actúa. ¿Cómo observa uno algo que es extraordinariamente activo, que está lleno de impulsos, deseos, ambiciones, codicia, romanticismo? O sea: ¿Puede uno observar el movimiento del “sí mismo” con todos sus deseos y temores, sin que intervenga el conocimiento adquirido de otros o el que uno ha adquirido mediante el propio examen?

Una de las actividades del “sí mismo” es la codicia. Ahora bien, cuando empleamos la palabra “codicia”, ya hemos asociado esa reacción o reflejo con un recuerdo que hemos tenido previamente de esa misma reacción. Usamos la palabra “codicia” para identificar esa sensación, para reconocerla, y en el instante en que tiene lugar tal reconocimiento, la sensación ya se ha fortalecido y es devuelta a la memoria. ¿Puede uno, entonces, mirar esa sensación, esa reacción, sin la palabra y, por lo tanto, sin el conocimiento previo de ella? ¿Puede uno mirar esa reacción sin un solo movimiento que implique el reconocimiento de la misma?

¿Puede uno, pues, observarse sin ninguna dirección, sin comparación alguna y, por consiguiente, sin ningún motivo? Eso es aprender de nuevo cada vez acerca de uno mismo. Si investigamos esto muy seriamente, descubriremos que no es cuestión de hacerlo poco a poco, primero un paso, después otro, sino de ver la verdad de ello instantáneamente, la verdad de que, cuando tiene lugar el instante del reconocimiento, uno no se está conociendo a sí mismo en absoluto. Hacer esto requiere una gran dosis de atención, y casi todos nosotros somos muy descuidados, muy perezosos. Tenemos toda clase de ideas acerca de lo que deberíamos o no deberíamos ser. Así llegamos a ello con una carga tremenda y, por lo tanto, jamás nos conocemos a nosotros mismos.

Para expresarlo de manera diferente: Somos como el resto de la humanidad, y en todo el mundo la humanidad sufre, experimenta una gran desdicha, incertidumbre, dolor. En consecuencia, psicológicamente uno es como el resto de la humanidad, uno es la humanidad. Entonces surge el problema: ¿Puede eliminarse el contenido de la propia conciencia (todo el conocimiento adquirido acerca de uno mismo), que es la conciencia de la humanidad? Estamos tan condicionados por la idea de que uno mismo es un individuo psicológicamente diferente de otro ‑lo cual no es real, no es un hecho-, que cuando decimos: “Debo conocerme a mí mismo”, estamos diciendo: “Debo conocer mi pequeña celda”. Y cuando uno investiga esa pequeña celda, ve que es nada. Pero la verdad, lo real es que uno es la humanidad, uno es el resto de la humanidad. Investigar la enorme complejidad de la mente humana es leer la historia de uno mismo. Uno es historia y, si sabe cómo leer el libro, comienza a descubrir la naturaleza de esta conciencia, que es la conciencia de todos los seres humanos.

Del Boletín 40 (KF), primavera y verano de 1981

[2] El lugar veraniego cercano a Saanen donde Krishnamurti se alojaba.

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