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Cartas a las Escuelas

Primero de octubre de 1978

Debemos continuar, si se me permite, con el florecimiento de la bondad en todas nuestras relaciones, sean ellas muy íntimas o superficiales, o conciernan a las comunes circunstancias cotidianas. La relación con otros seres humanos es una de las cosas más importantes que existen en la vida. Pocos de nosotros somos muy serios en nuestras relaciones; nos interesamos primeramente en nosotros mismos, y el otro nos interesa cuando es conveniente, satisfactorio o nos gratifica sensualmente. Tratamos la relación desde una distancia, por decir así, y no como algo en lo cual estamos totalmente involucrados.

Difícilmente nos mostramos a los demás, porque no somos plenamente conscientes de nosotros mismos, y lo que revelamos ante otro en la relación es posesivo, dominante o servil. Está el otro y está uno mismo, dos entidades separadas que mantienen una división permanente hasta que llega la muerte. El otro se interesa en sí mismo - o en sí misma - de modo que esta división se sostiene a lo largo de toda la vida. Por supuesto, uno muestra simpatía, afecto, hay estímulos mutuos, pero este proceso divisivo continúa. Y de ello surge la impropia afirmación de los temperamentos y deseos. Por lo tanto, hay temor y apaciguamiento mutuo. Unos y otros podrán juntarse sexualmente, pero esta peculiar y casi estática relación del ‘tú’ y del ‘mí’ se alimenta con las querellas, las injurias, los celos y todo ese tormento. Esto se considera en general una buena relación.

Ahora bien; ¿puede la bondad florecer en medio de todo esto? No obstante, la relación es vida, y sin alguna clase de relación uno no puede existir. El ermitaño, el monje, por más que puedan apartarse del mundo, están cargando con el mundo dentro de ellos. Podrán negarlo, podrán reprimirlo, podrán torturarse a sí mismos, pero permanecen envueltos en alguna clase de relación con el mundo porque son el resultado de miles de años de tradición, de superstición y de todo el conocimiento que el hombre ha acumulado a través de milenios. Por lo tanto, no puede haber escape de todo ello.

Está la relación entre el educador y el estudiante. ¿Mantiene el maestro, consciente o inconscientemente, su sentido de superioridad y permanece así siempre sobre un pedestal, haciendo que el estudiante se sienta inferior, uno que debe ser instruido acerca de todo? Obviamente, en esto no existe la relación. De ahí surge, por parte del estudiante, un sentimiento de tensión y fatiga. En consecuencia, el estudiante aprende desde su juventud esta condición de superioridad; se le hace sentir empequeñecido y, por lo tanto, o se vuelve el agresor a lo largo de toda su vida, o es continuamente acomodadizo y servil.

Una escuela es un lugar en el que se dispone de ocio, y donde el educador y el que ha de ser educado están ambos aprendiendo. Este es el hecho fundamental de la escuela: aprender. Por ocio no queremos decir tener tiempo para uno mismo, aunque eso también es necesario; no significa tomar un libro y sentarse bajo un árbol o en el dormitorio para leer indiferentemente alguna cosa. No significa un estado plácido de la mente. Y por cierto que no significa ser perezoso o emplear el tiempo para soñar despierto. Por ocio entendemos una mente que no está de continuo ocupada con alguna cosa, con un problema, con algún deleite, con algún placer sensorio. Ocio quiere decir una mente que dispone de infinito tiempo para observar; observar qué ocurre alrededor de uno y qué es lo que está ocurriendo dentro de uno mismo. Implica tener tiempo libre para escuchar, para ver claramente; implica libertad, la cual generalmente se traduce como hacer lo que a uno le plazca, que es lo que de cualquier modo están haciendo los seres humanos, ocasionando con ello muchísimo daño, desdicha y confusión. El ocio significa una mente quieta, significa ausencia de motivo y, por tanto, de dirección. Esto es el ocio, y es únicamente en este estado que la mente puede aprender, no sólo ciencia, historia, matemática, sino también aprender acerca de uno mismo; y es en la relación donde podemos aprender acerca de nosotros mismos.

¿Puede todo esto enseñarse en nuestras escuelas? ¿O es algo acerca de lo cual ustedes leen y luego lo memorizan u olvidan? Pero cuando el maestro y el alumno se hallan comprometidos en comprender realmente la verdadera importancia de la relación, entonces están estableciendo en la escuela una verdadera relación entre ellos. Esto forma parte de la educación, una parte mucho más importante que el enseñar meramente cuestiones académicas.

La relación requiere una gran dosis de inteligencia, la que no puede enseñarse ni adquirirse de los libros. No es el resultado acumulado por una gran experiencia. El conocimiento no es inteligencia. La inteligencia puede usar el conocimiento. El conocimiento puede ser agudo, brillante y utilitario, pero no es inteligencia. La inteligencia adviene natural y fácilmente cuando uno ve toda la naturaleza y estructura de la relación. Por eso resulta importante disponer de ocio a fin de que el hombre o la mujer, el maestro o el estudiante puedan tranquila y seriamente discutir acerca de su relación, en la que las verdaderas reacciones, susceptibilidades y barreras de cada uno son vistas, no imaginadas, no retorcidas por la complacencia mutua ni reprimidas para el apaciguamiento del otro.

Ciertamente, ésta es la función de una escuela; ayudar al estudiante a despertar su inteligencia y a aprender la inmensa importancia de la verdadera relación.

Cartas a las Escuelas

Primero de octubre de 1978

Jiddu Krishnamurti, Cartas a las Escuelas. Textos libros conversaciones filosofía. Letters to Schools 1978...1983. Jiddu Krishnamurti en español.

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